La mañana del 4 (sic) de septiembre de 1939, el desembarco de los viajeros del WINNIPEG, en los muelles del puerto de Valparaíso que se encontraban repletos de una multitud expectante, amiga, formada por antiguos emigrantes españoles, algunos refugiados que acababan de llegar y muchos chilenos, muchos, hombres y mujeres de toda condición, autoridades municipales, nacionales, miembros del Senado y de la Cámara de los Diputados, representantes del Comité de ayuda a la España leal y gente simplemente del pueblo de Chile, de diversas localidades del Norte, del Centro y del Sur, más, naturalmente la muchedumbre porteña de Valparaíso.
No fui de los primeros en llegar a la cubierta del buque, que nos había traído en su seno desde Europa, en una atmósfera indiferente de la Francia circundante, ya muy preocupada de su propio gran problema a la vista y, ahora, éste nos entregaba como recién nacidos, en otro hemisferio, a cruzar umbrales desconocidos, per imaginariamente acogedores. Fui mas bien de los últimos, cuando ya habían desembarcado la gran mayoría de mis hermanos viajeros.
En todo caso, Valparaíso nos recibió entusiastamente y en un día primaveral, lo que siempre es un buen augurio al llegar a un nuevo país.
Me paseaba por cubierta y dejaba paso a los mas apresurados, que se dirigian raudos a la escala de bajada del muelle, cuando en un momento que me asomé a la barandilla de la cubierta, distinguí un ciudadano gordo, bajo y calvo que gritaba a grandes voces “OVIDIO, OVIDIO”. Pensé que no lo conocía en absoluto, pero le contesté de inmediato, ya que otro Ovídio no había oído hablar en el vapor. “Yo soy”. Entonces me dijo: Mi hermano Paco te está esperando. Baja enseguida, mientras voy a buscarlo. Bajé y ya llegaban los dos hermanos Paco y Joaquín (Quinito) para fundirnos en un gran abrazo. Qué emoción para ambos, después de habernos despedido en tan difíciles circunstancias y ahora encontrarnos sanos y salvos en este nuevo país, al que solamente por esto le quedaríamos eternamente agradecidos. El muelle de llegada era amplio y despejado; pero seguramente no se había proyectado para que se juntaran, entre pasajeros y quienes los esperaban cuatro o cinco mil personas.
Saludé al pasar a don Vicente Sol y me sacaron de allí Paco y Qunito. Luego tomaríamos un tren rápido que llegaría a Santiago. De pronto en el bolsillo derecho del pantalón me encontré un papel; era un billete de cien pesos chilenos, que seguramente entre abrazo y abrazo Paco o Quinito me lo habían metido en dicho bolsillo. La casa a la que llegamos denotaba habitarse por personas de excelente situación económica, era de don Pedro Ricalde Noriega.
De allí nos dirigimos, los que habían venido desde Santiago a recibirme y yo, a coger el tren expreso Valparaíso-Viña-Santiago de Chile. Un viaje muy grato, rodeado de tanta gente amiga, la conocida desde Barcelona, como Paco y Maruja, y la que terminaba de conocer. Ovidio Oltra.