De buscar trabajo, nada. En Chile habían llegado poco después de nuestro arribo, las vacaciones del verano austral, que casi se me juntaron con las del verano europeo, y, si algo había trabajado, al tiempo que estudiaba, en la zapatería de la familia, con la actividad política, la guerra, el exilio en París y ahora estos dos veranos casi seguidos, mis manos desconocían los callos y durezas que suelen ocasionar las habituales herramientas de trabajo. Sin embargo, las pesadillas de los bombardeos, de las ametralladoras, de las pavas italianas en Barcelona, todavía me venían de pronto en la noche y me despertaba sobresaltado si un avión de caza me perseguía ametrallándome o una explosión de bomba me caía muy cerca. Ya habían pasado seis meses de nuestra llegada a Chile y aún no dormía tranquilo.
Pasó el verano y con Miguelito seguíamos haciendo vida de rentistas, junto a sus padres. Sería por Abril o Mayo (ya llevaba mas de siete meses holgazaneando y ni caía Franco ni Miguel compraba ningún negocio), cuando le dije con delicadeza al matrimonio que pensaba en empezar a buscar algún trabajo; yo, leyendo los avisos de los diarios de ofrecimientos de empleos, los repasaba una y otra vez, desde el principio al final, y me decía: No se nada de ninguno de todos ellos. Porque todos podían saber algo de algo; pero yo no sabía nada de nada, a mis veintiséis años.
Por fin, hablando con Miguel padre me dijo que había un amigo valenciano y republicano que tenía una tienda de calzados. Eramos tres vendedores. Dos chilenos que me acogieron muy bien y yo mismo. Se seguía un turno estricto de atención a los que entraban a comprar, a menos que el cliente o clienta pidiera ser atendido por un vendedor determinado que ya conocía. Pero no me podía quejar. Nos visitaba por las tardes algunas veces el Dr. Francisco Arenzana, pediatra, refugiado republicano como yo, que había llegado a Chile unos quince días antes que nosotros en el Winnipeg, patrocinado por la secta protestante de los cuáqueros.
Un día, le había vendido yo unos zapatos a un obrero, era sábado por la tarde, se iba con ellos puestos y nos dejaba para la basura los usados que traía al llegar. Yo iba a echarlos en el cajón de la basura; pero el chilenazo me dijo. No hagas tal, porque esta noche éste se cura y el lunes va a venir a buscar sus zapatos viejos, ya que los nuevos se los habrán quitado, si quedó botado en el suelo a la salida de una taberna. Y así ocurrió. Estábamos en la época de Chile en que el rotito o roto chileno existía de verdad todavía, con su chaqueta descosida o pedazos de paños de otros trajes que no hacían juego, pantalones con roturas sin arreglar y las populares ojotas, con suelas de trozos de neumáticos usados de autos. En un medio popular así, nosotros que llegamos con lo puesto estábamos casi a la par con ellos. Por eso que nos fuimos incorporando al pueblo chileno sin mayores problemas.
Estaría un par de meses en la zapatería de Paco Calabuig, cuando un día me topé con un compañero del Winnipeg, Celestino Morlans, quien me preguntó qué estaba haciendo y que si me sentía capaz de hacer traducciones de textos franceses al castellano, me podía presentar en la agencia HAVAS, de noticias extranjeras, donde él ya estaba trabajando.